«¿QUIÉN ME LIBRARÁ DE ESTE CUERPO MORTAL?»
por Carlos Rey
«... un hombre tiene madre, mujer y un chico. Una noche matan misteriosamente a la madre. Las investigaciones de la policía no llegan a ningún resultado. Un tiempo después matan a la mujer; la misma cosa. Finalmente matan al chico. El hombre está enloquecido, pues quiere a todos, sobre todo al hijo. Desesperado, decide investigar los crímenes por su cuenta. Con los habituales métodos inductivos, deductivos, analíticos, sintéticos, etcétera, de esos genios de la novela policial, llega a la conclusión de que el asesino deberá cometer un cuarto asesinato, el día tal, a la hora tal, en el lugar tal. Su conclusión es que el asesino deberá matarlo ahora a él. En el día y hora calculados, el hombre va al lugar donde debe cometerse el cuarto asesinato y espera al asesino. Pero el asesino no llega. Revisa sus deducciones: podría haber calculado mal el lugar: no, el lugar está bien; podría haber calculado mal la hora: no, la hora está bien. La conclusión es horrorosa: el asesino debe estar ya en el lugar. En otras palabras: el asesino es él mismo, que ha cometido los otros crímenes en estado de inconsciencia. El detective y el asesino son la misma persona.
»... La conclusión es evidente: ... el hombre se suicida. Queda la duda de si se mata por remordimientos o si el yo asesino mata al yo detective, como en un vulgar asesinato.»1
Así narra el escritor argentino Ernesto Sábato, en boca de su personaje Hunter, «una linda idea para una novela policial» que se le ha ocurrido a éste, tal y como se la cuenta a su prima Mimí. Llega a ser la trama de una novela dentro de otra, tratándose ésta de su primera novela famosa, que lleva por título El túnel.
Si bien, según el personaje Hunter que cuenta el relato policiaco, queda la duda de la razón por la que se suicida el protagonista, no debiera haber duda alguna de aquello que lo llevó a cometer los crímenes. Es que cada uno de nosotros padece del mismo mal, al que la Biblia llama «pecado». Es tal su atracción fatal que San Pablo mismo se considera «vendido como esclavo al pecado». La ley del pecado, que lo impulsa a hacer el mal a pesar de que quiere hacer el bien, se opone a la ley de Dios, y lo tiene cautivo. De ahí que haga el mal que no quiere, de modo que ya no es él quien lo hace sino el pecado que habita en él.
«¡Soy un pobre miserable!» —exclama el sufrido apóstol—. ¿Quién me librará de este cuerpo mortal?» Gracias a Dios, no tiene que recurrir al suicidio para librarse de su naturaleza pecaminosa. Así como cualquiera de nosotros, San Pablo concluye que puede recurrir a Jesucristo nuestro Señor y, por medio de Él, ser librado de la ley del pecado y de la muerte.2
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